28 de febrero de 2010

Una sombra en el espejo...

Siempre que ordeno mi clóset me encuentro un montón de zapatos que no uso. Cuando he intentado tirarlos o regalarlos me arrepiento y los devuelvo a su lugar. El absurdo se justifica por mi superstición: mientras conserve esos zapatos podré volver a las etapas de mi vida con que están asociados.
Me gustaría tener la misma relación con los paraguas. Es imposible porque todos los pierdo. Cuando empieza la temporada de lluvias tengo que comprarme uno. En cuanto me encariño con él lo extravío. Nunca hago nada por recuperarlo. Quizá se deba a que son demasiado corrientes o a que pienso que su destino es bogar en la lluvia. Por eso me llamó la atención oírme decir: Tengo que volver al restaurante, olvidé mi paraguas.
Fue difícil rechazar la gentileza de mis anfitriones, que insistían en acompañarme, pero logré quedarme sola para reencontrarme con ese espacio del que había estado ausente más de diez años. La modificación de las calles, los nuevos edificios, las casas demolidas, se encargaron de cobrarme mi abandono, haciéndome sentir extraña en el sitio al que me ligaron recuerdos familiares y, sobre todo, la memoria de Aurelio. Me hice la pregunta inevitable: ¿Qué habrá sido de él? Tal vez había realizado el proyecto que compartimos de jóvenes como espacio de un destino común: comprar un terreno, construir una casa y formar una familia.
Sentí algo parecido a los celos cuando me asaltó la idea de que quizá estaría realizando nuestro sueño con otra mujer, tuve la certeza de que estaba casado. Probablemente le habría hablado a su esposa de mí, de nuestras caminatas bajo la lluvia perpetua que aísla y protege a San Andrés Cholula con tanto celo como las montañas que lo rodean. Si ella advirtió alguna emoción en el relato, de seguro inquirió por el motivo de nuestra separación.
La pregunta tuvo que haberse quedado sin respuesta porque yo misma nunca le di una explicación.
Ocurrió durante las vacaciones. Cuando Aurelio fue a despedirme, me alejé por el camino asfaltado. No le mentí al decirle: Nos vemos en septiembre. Sin embargo, pasaron diez años para que yo regresara. La capital me atrapó... su figura, su voz, se fueron diluyendo como un terrón de azúcar en el café. Muchas veces tuve la intención de escribirle y explicarle lo que me estaba sucediendo; pero la debilidad de mis argumentos me orilló a destruir las cartas.
Al final suspendí ese diálogo silencioso.
Llegué al restaurante. A sesenta minutos de mi primera visita, me pareció diferente, mucho más animado y agradable. Me sobresaltó escuchar una voz: Uy, ¿regresó tan pronto? ¡Qué bueno, qué bueno! Eso quiere decir que le gustó el lugar. ¿Qué le servimos? Me tranquilicé en cuanto reconocí al mesero que, en mangas de camisa y con mandil blanco, nos había atendido apenas una hora antes. Nada, gracias. Lo que pasa es que olvidé mi paraguas, ¿me permite entrar a buscarlo?
Él mismo me condujo hasta el saloncito interior. Mientras nos abríamos paso entre las mesas demasiado juntas teorizó acerca de los paraguas: Yo no sé qué tienen, todo el mundo los pierde. Y si no me cree, pregúntele a cualquiera de las personas que están aquí. En ningún momento se volvió a verme. No esperaba respuesta alguna.

En cuanto llegamos a la mesa vi que la ocupaban nuevos comensales a los que el mesero interrogó: La señorita dejó aquí un paraguas amarillo. ¿No lo vieron? Los comensales indicaron un no con la cabeza.
Entonces vaya con la cajera. Es posible que se lo hayan entregado... aunque en estos tiempos nunca se sabe. La gente ha cambiado mucho, lo mismo que el mundo. Terminada la frase, el filósofo desapareció.
Caminé hacia la cajera y pregunté por mi paraguas. Sin mirarme siguió contando los billetes: Estoy haciendo el corte. Si me espera un momentito por favor.... Celebré su ocupación porque me justificaba para permanecer en un sitio que se me volvía más fascinante a cada minuto.
Sin que nadie me viera, podría mirarlo todo, desde los adornos hasta las parejitas que reflejaban su amor en el espejo italiano. Allí encontré el rostro de Aurelio. Tuve que taparme la boca para no gritar su nombre. Me concreté a observarlo: era él. Diez años lo habían cambiado muy poco: más grueso, más profundas las líneas que delineaban su rostro. Acabé de reconocerlo cuando lo vi adelantar los hombros hacia la persona que lo fascinaba con su conversación y a la cual no logré ver.

Su paraguas, me dijo abruptamente una mesera que, sorprendida por mi quietud, tuvo que ponerme el objeto en las manos. Le sonreí, pero ella siguió viéndome con cierta molestia. Mi permanencia junto a la caja le despertaba desconfianza. No me quedó otro remedio que dar media vuelta y salir del restaurante.
Caminé de prisa, huyendo de algo que, aunque quisiera, no iba a dejar atrás: mis sentimientos. Los había descubierto en el espejo donde encontré reflejado el rostro de Aurelio. Entonces me di cuenta de que era la única persona de la que siempre estuve enamorada. ¿Tenía derecho a decírselo? ¿Tenía derecho a buscarlo y a tomarlo con la misma naturalidad con que recuperé mi paraguas?
La tentación de volver al restaurante crecía y crecía conforme iba alejándome. No lo pensé más y desandé el camino. Me impulsaban muchas emociones. La más fuerte, la más profunda era la esperanza: una casa de adobes olorosa a madera y a barro.
Cuando entré en el restaurante escuché la voz burlona del mesero: Y ahora, ¿qué se le olvidó? Me limité a reír y seguí de largo. Me sorprendió ver a personas desconocidas ocupando las mesas, a otras parejas de enamorados reflejándose en el espejo.
Ignoro cómo salí del lugar. Caminé despacio, aún con la esperanza de toparme con Aurelio en la calle. No lo hallé. Tomé mi paraguas. Lo abrí. Su color amarillo me protegió contra la noche lluviosa, intensamente oscura.

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