El libro multiplica las dimensiones del mundo y la variedad de los paisajes y las vidas; lo salva a uno de la inmediatez literal de las cosas, de su anclaje fatal en el aquí y en el ahora, en el yo consabido. Pero el libro no embota la curiosidad hacia el espectáculo ilimitado y gozoso de lo más cercano: bien leído, es una lente de aumento, un microscopio, un telescopio, una máquina del tiempo.
Pero uno no lee para aprender, ni para saber más, ni para escaparse. Uno lee porque es un vicio perfectamente compatible con la escasez de medios, con la falta de audacia que otros vicios requieren, y más importante todavía, con la absoluta pereza.
El buen aficionado lleva a cabo la mayor parte de sus lecturas en diversos grados de proximidad a la posición horizontal. Bien es verdad que también se somete a las mayores incomodidades: lee de pie, en un vagón de metro, lee en la dura silla de una biblioteca pública, bajo la luz escasa que le daña los ojos; incluso en medio de la calle, con la misma impaciencia con que alguien que ha comprado una barra de pan recién hecha le arranca el pico tostado y se lo va comiendo en el camino hacia casa.
Antonio Muñoz Molina

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